El cambio posible: una aproximación pragmática al cambio organizacional

«Es el momento de una transformación profunda».


Cuántas veces habremos escuchado esta firme sentencia en salas de reuniones y conferencias de todo tipo en los últimos años. Mientras tanto, las organizaciones acumulan iniciativas de cambio como quien colecciona libros sin leer. La palabra «transformación» se ha convertido en uno de tantos mantras vacíos del management: omnipresente en los discursos corporativos, totalmente ausente en la realidad cotidiana de quienes habitan las organizaciones.

Las empresas hablan más que nunca de disrupción, agilidad, transformación digital o cualesquiera otros palabros de moda, mientras en la práctica permanecen ancladas en las lógicas de siempre. Vivimos una especie de epidemia que sustituye la acción real por la retórica y el performance.

En este teatro del absurdo corporativo conviven dos actitudes. Por un lado, grandes consultoras y gurús del management venden revoluciones organizacionales como quien vende elixires de la eterna juventud. Por otro, directivos y empleados exhaustos se refugian en la inercia del día a día, convencidos de que todo intento de cambio es pura cosmética. Entre estos extremos escasean los pragmáticos: aquellos que entienden que el verdadero cambio no nace de discursos aspiracionales desconectados de la realidad, ni por supuesto, de un conformismo acrítico a merced del status quo.


Idealismo organizacional

La industria de la transformación corporativa (esa maravillosa fauna de profetas y vendedores de metodologías) ha perfeccionado el arte de formular aspiraciones inalcanzables. Culturas «inspiradoras» que motivan a los empleados. Estrategias «revolucionarias» que transforman el negocio de la noche a la mañana. Propósitos grandilocuentes tan alejados de la realidad que nadie sabe cómo traducirlos en su día a día.

Esta desconexión entre el ideal proclamado y la realidad vivida genera precisamente el efecto contrario al buscado: cuando las personas experimentamos repetidamente la brecha entre lo prometido y lo cumplido, desarrollamos una coraza de cinismo que nos proteja de futuras decepciones.

El problema no es tener ideales —que cumplen la función esencial de orientar el esfuerzo colectivo—, sino la negación sistemática de las condiciones materiales y culturales que posibilitan o impiden el cambio. Desafortunadamente, se ha generado un lucrativo círculo vicioso basado en vender y comprar ideales vacíos: «¡Implantemos entre todos soluciones que aparenten profundos cambios sin que nada realmente cambie!» O, citando vagamente a César Astudillo: «pidamos a todos que hagan tortilla de patata y castiguemos ejemplarmente al primero que rompa un huevo».



La distancia entre discurso y práctica crece a cada nueva moda corporativa y cuando los hechos desmienten inevitablemente los grandes relatos de cambio, los arquitectos de estas iniciativas raramente cuestionan sus premisas. Apuntan el dedo a la «resistencia al cambio», a la «falta de compromiso del middle management», a los empleados «que no comprenden nuestra sofisticada visión». Es más cómodo señalar la supuesta incapacidad de las personas que reconocer el profundo desconocimiento de la compleja naturaleza humana y organizacional.


Resignarse al status quo

En el otro extremo del espectro encontramos a quienes han adoptado una postura de resignación. Son personas, equipos y empresas que han perdido la posibilidad de imaginar que las cosas podrían ser de otra manera y, aún conscientes de tantas y tantas cosas que no funcionan, adoptan una actitud descreída y renuncian a intentar cambiarlas. Porque, total, «por mucho que hagamos todo va a seguir igual». «Somos una empresa seria que no se anda con tonterías». «Conocemos bien nuestro negocio, jamás nos pasará como a tal o cual empresa».

Esta actitud, aparentemente sensata y sin duda necesaria para mantener el transatlántico corporativo a flote, erosiona silenciosamente la vitalidad organizacional. Convierte la estrategia en un ejercicio de supervivencia. Transforma a los empleados en autómatas. La gestión se reduce a la administración reactiva de los problemas y se limita a extraer las últimas gotas de valor de lo que un día generaron. Como expone Clayton Christensen en The Innovator's Dilemma, las empresas frecuentemente eligen la muerte lenta pero predecible antes que el riesgo de la renovación.

Esta resignación organizacional mata la innovación, convierte el trabajo en una transacción puramente económica y transforma las organizaciones en espacios grises donde la actividad humana pierde todo sentido.


El cambio posible: una tercera vía

Entre estos dos polos existe un espacio fértil pero poco transitado: el del cambio posible. Esta aproximación no renuncia a la ambición de mejora, pero tampoco ignora las limitaciones estructurales y humanas que condicionan cualquier proceso de cambio. Requiere lo que Isaiah Berlin llamaría un «sentido de la realidad»: esa rara capacidad de percibir los contornos de lo factible sin perder de vista lo deseable. Esto implica aprender a mirar con lucidez las limitaciones de la organización sin perder la ambición de superarlas y dejar de perseguir la perfección para trabajar por un progreso pausado y sostenido en el tiempo.

El cambio posible opera desde tres movimientos fundamentales:

Mirar con honestidad la realidad tal como es. No como nos gustaría que fuera, no como decimos que es en nuestros PowerPoints, sino como verdaderamente es. Con las inercias históricas, los juegos de poder, las habilidades y competencias reales, y las inevitables contradicciones. Identificando también dónde hay personas motivadas, qué equipos funcionan bien, y qué iniciativas están dando resultados aunque pasen inadvertidas. Esta honestidad obliga a confrontar actitudes enquistadas, decisiones erróneas del pasado o promesas incumplidas, pero al mismo tiempo es fértil porque permite comenzar trabajar desde la realidad de la organización.

Nombrar con claridad la dirección. No un destino utópico sino un horizonte alcanzable y un camino con lindes claros. Una dirección que invita al movimiento y es capaz de movilizar a las personas hacia un objetivo que vale la pena compartir. Una dirección que emerge del diálogo entre lo que la organización aspira a ser y lo que sus condiciones actuales permiten. Un stretch, como dicen los anglos, pero no un salto mortal al vacío con doble tirabuzón. No se trata de copiar modelos de Silicon Valley, sino de desarrollar un modelo propio que responda a las necesidades concretas de la organización.

Actuar con pragmatismo desde una actitud de aprendizaje continuo. Dejando de lado planes maestros y empezando a construir desde el día a día de la organización. Tomando acción y ajustando el enfoque según lo aprendido. En ese sentido, esta aproximación al cambio se parece más a la jardinería que a la arquitectura. No se trata de demoler y reconstruir siguiendo planos detallados y un cronograma, sino de cultivar pacientemente, podar lo muerto, regar lo que muestra vida y proteger los brotes frágiles hasta que se fortalezcan. En definitiva, apostar por el cambio real y progresivo reconociendo que las organizaciones están compuestas de personas, y que las personas no solemos encajar bien en procesos en cadena.

Esta aproximación es, paradójicamente, más radical que las revoluciones corporativas anunciadas con fanfarria. Porque mientras estas últimas suelen ser cambios cosméticos sintomáticos de que nada va a cambiar, el cambio posible abraza la incertidumbre para apostar por una evolución sostenida sobre la base de pequeños logros.

Idealismo en los fines, pragmatismo en los medios. Este enfoque del cambio reconoce que toda organización es un sistema vivo, con su propia historia, cultura y posibilidades, y que no se puede transplantar mecánicamente un modelo de éxito de una empresa a otra. No se trata de revoluciones imposibles, sino de ese trabajo paciente y tenaz que hace que una organización sea, cada día, un poco más humana, esté más despierta, y consiga generar más valor sin destruir casi todo por el camino.

No es poco en los tiempos que corren.