IA: una invitación a repensar nuestras organizaciones

La Inteligencia Artificial está transformando nuestras organizaciones


Cada cierto tiempo, una tecnología redefine las reglas del juego. La imprenta, la máquina de vapor, la electricidad o Internet son quizás los ejemplos más paradigmáticos. Cada una de ellas alteró las estructuras sociales y económicas del momento, habilitó nuevas posibilidades y trajo consigo consecuencias inesperadas.

Todo apunta a que la Inteligencia Artificial está siendo y será una revolución de similar calado. Sin embargo, como es propio de toda gran disrupción tecnológica, vivimos en esa especie de estadio inicial de esquizofrenia colectiva: por un lado, escuchamos tambores de amenaza existencial; por otro, nuestro día a día se sigue pareciendo bastante a la realidad de siempre, quizá con un feed de LinkedIn algo más tenebroso.

En privado, se escucha a algunos directivos preguntarse si ya llegan tarde. Otros esperan que esto sea otro ciclo de hype que se desinfle antes de ponerles frente a una realidad no demasiado cómoda. No son menos los que se lanzan en brazos de los Accenture de turno, aunque solo sea para decir que están haciendo algo con IA en los mentideros empresariales. Aunque todas son reacciones comprensibles, como en todo escenario complejo, la realidad será, probablemente, una mezcla de grises.

Preguntarse hoy si la IA importa probablemente sea el equivalente a preguntarse si Internet importaba en 2003. La cuestión es saber discernir, dentro de las limitaciones propias de hacer pronósticos en tecnología, cuál será su impacto real, cómo evitar sus consecuencias negativas (que ya empiezan a aparecer) y cómo podemos situarnos en una buena posición para aprovechar las grandes oportunidades que trae consigo.

Pero, para contestar, tomemos primero un poco de perspectiva.


El patrón detrás de todas las disrupciones tecnológicas

Conviene recordar que todas y cada una de las grandes olas de disrupción tecnológica llegaron acompañadas de ruido, confusión y promesas algo exageradas. Tras un tiempo, cada una de esas tecnologías termina volviéndose invisible y se convierte en parte del ambiente. Hoy sería ridículo anunciar que tu empresa «funciona con electricidad» como parte de tu estrategia. Pero, si vives en España, basta con volver la mirada al apagón de abril de 2025 para comprobar hasta qué punto dependemos de una tecnología que damos por hecha.



Desde hace unos cincuenta años, aproximadamente cada década se produce un gran «cambio de plataforma» que redirige el flujo de innovación, capital y talento hacia un nuevo conjunto de capacidades. Por el camino agita el statu quo y reorganiza quién captura el valor generado y cómo lo hace. Los gigantes de la era del PC se perdieron la ola del smartphone, y las telcos se quedaron mirando mientras las apps se quedaban con la relación con el usuario. Al mismo tiempo, equipos por aquel entonces pequeños se movieron más rápido y se convirtieron en las empresas que hoy dominan el mercado (consideraciones éticas aparte).

La IA generativa es el siguiente de esos cambios y, como tal, sigue muchos de los patrones ya conocidos. Sin embargo, introduce también algo nuevo. Por primera vez, una tecnología incursiona en la esfera de lo que considerábamos exclusivamente humano: nuestra capacidad cognitiva. Y, a diferencia de otras tecnologías, esta vez no parece haber un techo físico a partir del cual podamos decir: «hasta aquí hemos llegado». No está claro todavía qué nivel de capacidad pueden alcanzar los LLM, ni a qué ritmo.

Veamos dónde estamos ahora.


Presente y futuro de la IA

La inteligencia artificial no es un concepto monolítico. Bajo este paraguas conviven diferentes niveles de capacidad y un gran número de tecnologías asociadas. A grandes rasgos, podemos definir tres fronteras: Narrow AI, AGI y ASI (que dejaremos fuera de este artículo por su carácter cienciaficcionesco).

Todos los avances que estamos presenciando, y que sin duda ya aportan un enorme valor en contextos y aplicaciones muy concretos, pertenecen al ámbito de la denominada Narrow AI o IA estrecha. A pesar de su muy aparente «inteligencia» (recordemos a aquel ingeniero de Google que decía que su LLM había cobrado conciencia), son sistemas diseñados para operar dentro de fronteras bien definidas, sin comprensión general del mundo, sin capacidad de transferir aprendizajes entre dominios significativamente distintos y, desde luego, sin la autonomía para definir sus propios objetivos ni, mucho menos, la capacidad de tener sentimientos. Estos sistemas optimizan la función objetivo que les proporcionamos, pero carecen de la capacidad para cuestionar si esa función es la correcta.

Mientras tanto, la AGI (Artificial General Intelligence, por sus siglas en inglés) permanece en el horizonte como hipótesis especulativa. A pesar de los pronósticos optimistas de directivos de empresas tech que buscan capital para financiar sus compañías, seguimos sin evidencias sólidas de que vaya a alcanzarse, ni existe un consenso sobre cuándo o cómo podría suceder. La creación de esa inteligencia artificial capaz de entender, aprender y aplicar conocimiento en cualquier dominio cognitivo humano sigue tropezando con límites que resultan difíciles de superar y que ni siquiera sabemos si podrán ser superados. No parece viable a corto plazo que los robots vayan a dominar el mundo, al menos de la forma que nos ha hecho imaginar Hollywood.

Paradójicamente, aunque el debate sobre la AGI se haya situado en el centro de la conversación y parezca el santo grial a alcanzar, la tesis que defenderemos aquí es que no necesitamos esperar al advenimiento de la AGI para que la IA transforme radicalmente nuestras organizaciones. La IA, en su estado actual, ya lo está haciendo y, aunque los avances se detuviesen hoy, es probable que no viésemos todo su potencial desplegarse hasta dentro de unos años.

Uno de los puntos clave para entender esta transformación es la forma en la que está cambiando cómo entendemos el software.


De lo determinista a lo probabilistico

El software, tal y como lo hemos conocido hasta ahora, es determinista. Esto quiere decir que, dada una entrada A, obtienes una salida B. Siempre, en todos los casos. Se trata de una máquina diseñada para ejecutar aquellas tareas que entendemos lo suficientemente bien como para escribirlas en forma de reglas. Es por eso que puedes confiar en la app de tu banco o en un software de nóminas de una forma en la que no sería muy recomendable confiar en un modelo generativo. En este paradigma, los ganadores han sido aquellos que han profundizado lo suficiente en un problema específico como para entender mejor que el resto sus reglas y, de esta forma, aportar un valor diferencial a sus clientes y ganar una ventaja competitiva frente a la competencia.

Por el contrario, la IA generativa es probabilística. Haces la misma pregunta dos veces y puedes obtener respuestas diferentes. El sistema es una especie de «caja negra» que no está ejecutando una receta explícita, sino usando patrones en sus datos de entrenamiento para producir algo que parece plausible dado tu input y el contexto. Por eso puede parecer sorprendentemente lúcida y, al mismo tiempo, estar rotundamente equivocada. Se comporta menos como una calculadora y más como un loro que se ha leído todo Internet. Aunque los modelos han mejorado enormemente en precisión y han reducido sus «alucinaciones», los incrementos son decrecientes y pasar del 95 % al 99 % es mucho más complejo que pasar del 50 % al 80 %.

Es por ello que la forma en la que esta tecnología puede contribuir a generar valor en las organizaciones es distinta (y complementaria) al software tradicional: ¿cómo podemos aprovechar una tecnología que comete errores por defecto? ¿En qué situaciones esos errores son «tolerables»? ¿Cómo verificamos los resultados cuando no lo son?

Como provocación para responder a estas preguntas, se ha popularizado la idea de entender la IA como una tecnología que te aporta infinitos «becarios». De pronto tienes disponibles, a bajo coste, un gran número de «empleados» incansables y moderadamente competentes para casi cualquier tarea de complejidad baja o media. Y en este punto se abre una bifurcación en el camino.


Dos caminos: la lógica del reemplazo o la lógica de la amplificación

Si tenemos acceso a infinitos «becarios» a bajo coste y es previsible que vayan aprendiendo y ganando en sofisticación, la pregunta por defecto, especialmente en grandes corporaciones, se suele traducir en: ¿de cuánta gente podemos prescindir? Y la respuesta instintiva, consistente con cómo se han desplegado siempre las nuevas tecnologías, es mapear tareas y procesos, automatizar los casos de uso evidentes, aprovechar para aligerar una estructura sobredimensionada y reportar ahorros de costes y mejoras de productividad. El playbook táctico de la optimización: seguir jugando al mismo juego con un menor uso de recursos.

Ya lo estamos viendo en sistemas de atención al cliente, programación asistida por IA, automatización del back office o generación de contenidos de marketing, y todo apunta a que la misma lógica se irá aplicando cada vez a un mayor número de tareas y procesos. No hay nada intrínsecamente negativo en la eficiencia; el problema aparece cuando el martillo solo ve clavos.

Bajo la misma premisa de partida, podemos hacernos otra pregunta: si de pronto tuviésemos cinco veces más capacidad cognitiva, ¿qué cosas podríamos hacer que antes eran impensables? Las herramientas pueden ser las mismas, pero la estrategia cambia. Ahora el tiempo y la atención liberados se convierten en un activo que podemos reinvertir para subir el listón y llegar más lejos. Nuevos productos y servicios que jamás se hubiesen podido desarrollar sin grandes inversiones, capacidad de llegar a nuevos mercados y competir con los más grandes, la oportunidad de hacer trabajo estratégico y creativo de verdad, tiempo de calidad para dedicar a cosas que veníamos descuidando. El playbook de la innovación: redefinir las reglas del juego para generar más valor.

En este caso también tenemos ejemplos de lo que es posible: empresas analizando una a una cientos de miles de interacciones para entender cómo mejorar la relación con sus clientes, equipos de apenas dos desarrolladores creando tecnología para la que antes se hubieran necesitado cien ingenieros, managers dedicando tiempo a pensar, a obtener insights y a hablar con sus equipos, en lugar de compilar y sintetizar información en PowerPoints.

Ambas lógicas pueden parecer similares en el corto plazo, pero, conforme avanza el tiempo, la diferencia se acentúa. El primer camino lleva a organizaciones optimizadas para el negocio de hoy. El segundo, a concebir una empresa distinta, que se apalanca en la IA para redefinir la pregunta y elevar la ambición de lo que es posible.


Los humanos en tiempos de la IA

Más allá del camino que escogido, a fecha de hoy podemos afirmar casi con total certeza que la IA no va a reemplazar a los humanos. Lo que va a reemplazar la IA es la mediocridad (entendiendo lo mediocre como aquello que se sitúa en la media).

Código de mala calidad, textos sin una idea propia, investigaciones superficiales, presentaciones y webs que duelen a los ojos, correos que parecen escritos por un alumno de primaria. Si somos honestos, mucho del llamado «trabajo del conocimiento» se parece bastante a esto. Los LLM ya pueden producir una versión bastante aceptable en cuestión de segundos, por lo que, si el valor que aportas se sitúa en torno a esa base media y no estás haciendo nada para subir el nivel, ese valor va a tender a cero.

Por el contrario, los humanos seguimos teniendo una capacidad única para dar sentido a situaciones complejas, ambiguas y desordenadas. Para decidir cuál es el problema y la pregunta que importan de verdad. Para ejercer el pensamiento crítico y llegar a ideas que no habían sido pensadas antes. Para asumir la responsabilidad ética de una decisión y concitar voluntades en torno a una empresa colectiva. Para construir confianza con otros seres humanos y entenderlos más allá de lo que expresan verbalmente. Para negociar y llegar a soluciones consensuadas.

De la misma forma que sucede en el plano organizacional, a nivel individual, la IA también nos plantea un dilema: podemos usarla para alimentar nuestra pereza, limitarnos a copiar y pegar lo que nos entrega nuestro LLM preferido e intentar pasar por los más listos de la clase mientras, en realidad, nos vamos autorreemplazando en silencio. O podemos aprovechar estas herramientas como una especie de muleta para recorrer el camino difícil de siempre y cultivar la destreza en todas esas capacidades que nos hacen verdaderamente únicos y que requieren tiempo, práctica y esfuerzo.

Cuanto más se extiende el uso de la IA generativa, más crece la brecha entre lo mediocre y lo excelente, y más oportunidades surgen para aquellas personas que se preparen para aportar aquello que es verdaderamente diferencial.


La rapidez del discurso y la lenta realidad del despliegue

Todo esto sucede sobre la base de unas «placas tectónicas» que se mueven de forma bastante más lenta y desordenada de lo que sugiere el hype que escuchamos a diario. Como suele ser habitual, el relato va por delante de la realidad.

Según datos de McKinsey, en torno al 72 % de las empresas ya utiliza algún tipo de IA en al menos una función, y alrededor del 65 % dice usar IA generativa de forma regular. No obstante, el valor para el negocio no está siendo evidente: apenas un 5 % de las compañías está encontrando retornos financieros claros y medibles, mientras la mayoría sigue experimentando con pilotos y pruebas de concepto y apenas un 6 % tiene sistemas y procesos “maduros” para integrar la IA en el negocio. Aquellas que avanzan hacia el despliegue a escala se encuentran con los retos habituales: integración de datos, sistemas legacy, privacidad y seguridad, problemas legales o resistencias culturales a la adopción.

De la misma forma que sucedió con otras tecnologías antes, todo apunta a que el despliegue real no será un boom de la noche a la mañana, sino un proceso progresivo de prueba, error y aprendizaje, en el contexto complejo e imperfecto que es cualquier organización.

Una cosa es la presentación de estrategia anual y otra lo que encontramos los lunes a las 9 de la mañana. Aunque el FOMO esté ahí, la realidad es que no llegamos tarde. Tenemos tiempo para hacer las cosas bien.


Construir para el futuro

Para concluir, si aceptamos que la IA no es una moda pasajera ni tampoco una amenaza existencial que nos va a dejar a todos sin trabajo en los próximos dos años, sino uno de esos «cambios de plataforma» que reordenan el terreno de juego, la pregunta clave es qué tipo de organización podemos construir en este nuevo contexto.

Aunque la automatización de tareas y casos de uso obvios es el camino de menor resistencia, la verdadera apuesta está en cómo esta tecnología puede amplificar a un equipo bien preparado y coordinado, y de esta forma elevar los límites de lo que somos capaces de hacer juntos.

La respuesta a esta pregunta no está en los modelos o las herramientas, ni es únicamente un asunto técnico, sino profundamente estratégico, organizativo y humano. Invertir en estos cimientos es menos glamuroso que anunciar un chatbot, pero es desde ahí desde donde se empieza a construir un buen edificio.

Es probable que, dentro de diez años, hayamos dejado de hablar de IA y haya pasado a ser una de tantas tecnologías embebidas en nuestro día a día que damos completamente por hecho. En ese momento habrán emergido compañías que empezaron pronto, tomaron buenas decisiones y empiezan a ver hechas realidad algunas de las promesas que hoy parecen lejos. Como en todas las grandes disrupciones tecnológicas, el juego se juega a medio plazo, una vez las aguas del maremoto inicial han comenzado a calmarse.